domingo, 26 de abril de 2009

¿Qué se hizo de la provincia?

Por: CARLOS MONSIVÁIS
El Ejército patrulla las calles de las ciudades afligidas por el narcotráfico de aquí a 2013 (información de Sedena); las atrocidades de los narcos son el tema recurrente en las conversaciones y los pavores aquietados a fuerza del sueño de la huida; abundan los relatos de muertos y prófugos en cada región; las economías "sospechosas" son el tema de habladurías y de admiraciones no muy marginales; se comenta de varias maneras el fin de la tranquilidad que había durado demasiado para ser cierta.

El narcotráfico rehace con violencia la imagen interna y externa del país y modifica una visión histórica de la provincia.

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Por más de un siglo se vivió la creencia que aún no se disipa: en México sólo hay dos regiones. La capital y la provincia. La capital concentra los poderes, las zonas de expresión libre (relativamente), los estímulos, las interpretaciones "planetarias"; a la provincia le toca el otro catálogo: la significación que se le quiere conceder a la insignificancia, las revueltas, la indefensión ante los desastres naturales, la represión moral, las migraciones de la gente valiosa, los éxitos mínimos y el catálogo de la violencia, que es en lo básico las impunidades otorgadas por los intereses creados al machismo primitivo. Según la visión arrogante del centralismo, a la provincia, término forzosamente peyorativo, la han distinguido la historia lineal, la historia que lleva el nombre y el apellido de los hombres fuertes, la historia de las manías circulares del tedio. Y el regionalismo (cualquier regionalismo) ha sido por antonomasia lo insuficiente, lo mezquino, lo payo. Regionalismo y localismo son las categorías opuestas por principio a lo nacional.

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Una descripción precisa de lo que antes del despegue de la violencia se entiende en América Latina (y en el mundo) por vida provinciana, la da en un gran texto el poeta puertorriqueño Luis Palés Matos:

¡Piedad, Señor, piedad para mi pobre pueblo

Donde mi pobre gente se morirá de nada!

Aquel viejo notario que se pasa los días

En su mínima y lenta preocupación de rata;

Este alcalde adiposo de grande abdomen vacuo

Chapoteando en su vida tal como en una salsa;

Aquel comercio lento, igual, de hace 10 siglos;

Estas cabras que triscan el resol de la plaza;

Algún mendigo, algún caballo que atraviesa

Tiñoso, gris y flaco, por estas calles anchas;

La fría y atrofiante modorra del domingo

Jugando en los casinos con billar y barajas;

Todo, todo el rebaño tedioso de estas vidas

En este pueblo viejo donde no ocurre nada,

Todo esto se muere, se cae, se desmorona,

A fuerza de ser cómodo y de estar a sus anchas.

¡Piedad, Señor, piedad para mi pobre pueblo!

Sobre estas almas simples, desata algún canalla

Que contra el agua muerta de sus vidas arroje

La piedra redentora de una insólita hazaña...

Algún ladrón que asalte ese banco en la noche,

Algún Don Juan que viole esa doncella casta,

Algún tahúr de oficio que se meta en el pueblo

Y revuelva estas gentes honorables y mansas.

¡Piedad, Señor, piedad para mi pobre pueblo

Donde mi pobre gente se morirá de nada!

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Es abrumador el costo político, cultural, psicológico, del prejuicio que, por casi dos siglos, a "la provincia" le depara "la minoría de edad". El centralismo se constituye también por lo que no sucede en las regiones: los desarrollos culturales que no se dan, las liberaciones que no se producen, el rechazo del caciquismo y la intolerancia que no prospera. El camino a la integración nacional ha pasado por el desprecio a regiones y pueblos, y por una certidumbre sardónica: el atraso es la realidad cultural y sicológica que "le va" a lo alejado del Centro. Se santificó el juego de los opuestos: civilización y barbarie, capital y provincia, cultura y aislamiento. Hombres fuertes, comunidades débiles. Intelectual que se quede en el terruño, intelectual que desaparece.

En las batallas políticas entre el Centro y los grupos regionales, invariablemente gana el Centro, aun si a la depresión económica le siguen de tarde en tarde concesiones políticas. En 1929, la conformación del Partido Nacional Revolucionario, con su unificación de facciones, es un homenaje a la gloria del centralismo y a la pequeñez comparativa de las regiones.

En el periodo de la primera domesticación institucional del país (1940-1970), los gobernadores suelen cifrar su mérito en el desconocimiento de la entidad que dirigen, y hay diputados y senadores que son, en el mejor de los casos, embajadores ocasionales del centro. En este panorama, el regionalismo deviene estrategia de las compensaciones: las identidades locales son guías candorosas en el laberinto de la postergación.

A lo regional le tocan el arrasamiento del equilibrio ecológico, el saqueo de materias primas, la carencia de autonomía política, la endeblez o la inexistencia de oportunidades culturales, la inserción desventajosa en la economía nacional. A principios del siglo XX, varias ciudades tienen grupos culturales importantes, si no comparables a los de la capital sí, por lo menos, con actividad sistemática. Ya en 1960 la capital lo retiene todo, y en 1983, por dar un ejemplo básico, sólo en 12 de las capitales de los estados hay bibliotecas públicas en algo dignas de ese nombre.

Es muy diversificada la operación que despoja a la provincia de posibilidades de crecimiento proporcional y de trato justo. El centralismo despolitiza a fondo, expulsa a los ciudadanos de la esfera pública, desinforma para secuestrar las interpretaciones críticas. Para esto se sirve del control rígido en radio y televisión, y de ese periodismo al servicio del ocultamiento y la perversión de la noticia, aún hoy activísimo.

domingo, 19 de abril de 2009

El “boom” de los nazarenos

19 abril 2009


El pasado Viernes Santo (10 de abril de 2009) se desbordó en el país y en América Latina un fenómeno casi antiguo, las escenificaciones del Calvario, con los protagonistas básicos: los muchísimos que, por un número variado de razones, emprenden la imitación de Cristo en la cruz (el lema podría ser: “El que no fuere varón de dolores, experimentado en quebrantos, no entrará al reino de los cielos”).

Lo más estrepitoso, quien les compite, es la representación en Iztapalapa: 2 millones de asistentes, según la policía del DF. Allí se precipitó un alud de nazarenos, creyentes, curiosos, fuerzas de seguridad, sociólogos en ciernes (sinónimo de maestros de sociología), sicólogos sociales (sinónimo en esta ocasión de coleccionistas de pistas que desembocan en el punto de partida), periodistas, cronistas con iPod, actores que ensayan las posturas salomónicas del inevitable Poncio Pilatos (“¿A qué mitad del niño queréis que suelte?”) y los gestos del centurión que le corta la oreja a Pedro (¿O fue la nariz? ¿O habrá sido la mano? ¡Consulta Google, Enrique! ¿Qué le cortó el centurión a San Pedro?”).

¿Cuál es el mensaje de tantos “crucificados”, de tantos amarrados sin rigor a maderos, de tantos intérpretes que ante las cámaras fotográficas improvisan el dolor y se abisman en la incomodidad? La reflexión de los nazarenos, esos émulos del Hijo del Hombre, podría ser la siguiente: “Nuestros sufrimientos son el único grupo de presión de que disponemos, nosotros nos movilizamos política o moralmente al extender los brazos y juntar las piernas, y quedar así durante unas cuantas horas. ¿Por qué lo hacemos? Por lo obvio, queremos llamar la atención y ya se sabe: para ser protagónico en estos días hay nomás dos rutinas: ganar méritos con Dios o vacacionar con estilo, y nosotros los nazarenos hemos elegido la tercera vía: hacerla en los atrios, las calles, las plazas, las prisiones. Dénse un quemón con nuestros padecimientos, mirones”.

(El Viernes Santo se registraron en el estado de México 289 representaciones de la muerte de Cristo y 226 representaciones religiosas.)

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Obsérvese algo del flujo de la Pasión: 18 profesores de la CNTE en Morelia se crucifican ante el Palacio de Gobierno para exigirle lo retenido desde hace seis meses: el pago de los salarios de 5 mil maestros. Algunos de los disidentes, como Antonio Ortiz Hernández, dirigente estatal de la CNTE, se extraen sangre que usan para atacar al gobierno y al SNTE de Elba Esther Gordillo.

A las dos de la tarde los profesores, cerca de la entrada de Catedral, instalan las cruces. Afirmó Ortiz Hurtado: “Estamos valorando otras medidas, porque se tiene que tener conciencia de lo que implica no tener salario por más de seis meses. La nuestra es un protesta pacífica como lo hizo Cristo en su tiempo o Gandhi”.

Luego discuten con los representantes del arzobispado de Morelia, que piden el retiro de las cruces que obstaculizan las ceremonias religiosas. Los profesores aceptan la solicitud y al concluir la Procesión del Silencio reanudan su sembradío de cruces (En La Jornada, 11 de abril de 2009, nota de Ernesto Martínez Elorriaga).

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En Iztapalapa (edición 186), la figura de Cristo es legión. Con las cruces sobre los hombros que los han distinguido siempre de los fariseos, los centuriones, los saduceos y los meros policías de los ocho barrios, los nazarenos hacen suya la atroz penitencia del Mesías para que ya nadie les eche en cara que son creyentes desmemoriados como la mayoría de los mexicanos, ya desentendidos del significado de los días en que se fundó el Vaticano. No, eso a los seguidores del Viernes Santo no les pasa, ellos sí lo recuerdan con detalle porque Iztapalapa es la nación de la memoria devocional, y cada familia contiene y ha contenido representantes de los gremios y las clases sociales y litúrgicas de Jerusalén, tales como los nazarenos, los ponciopilatos, los judíos en calidad de testigos, los cristos, los ladrones buenos y malos, los soldados romanos…

Aquí lo importante es la relación de cada persona con la cruz: cargarla es asumir que la fe es un esfuerzo físico, la fe que no fatiga ya es igualita a la indiferencia.

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La cruz, lo expresó muy bien Tomás Méndez, no pesa; lo que cala son los filos. Y en Tijuana, los migrantes expulsados de Estados Unidos comparan a Jesucristo con las víctimas del racismo y de la mala suerte (una sucursal del racismo), y afirman que más de 5 mil migrantes han muerto (el número anual no se determina, pero es muy alto, y en 10 años son bastante más de 5 mil). Otra vez el símbolo de la cristiandad ahorra discursos, tomas laboriosas de conciencia, debates, alegatos: “Si me trepan a la cruz es porque mi vida ha sido el suplicio continuo…”.

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En el Reclusorio Oriente de la ciudad de México, otra teatralización de la Pasión de Nuestro Señor, el hecho fundacional que cada año distancia al sufrimiento real de la felicidad ficticia. Si los reclusos buscan el perdón de sus pecados, algo para ellos tal vez más provechoso que el indulto, o si manejan sus culpas para convencer al gran y definitivo Ministerio Público de los cielos, nunca lo sabremos. En todo caso, si tal conocimiento llega, siempre nos dará vergüenza aceptarlo. En su oportunidad, en cualquiera de las escenificaciones de la ciudad de México o el estado de México la reflexión se dirige a localizar culpables de los pecados que desataron la crisis. Dios mío, ¿por qué me has abandonado en el desempleo?

Y la pregunta es circular: ¿cuál es el origen de la tradición: la culpa colectiva o la culpa personal, el nazareno colectivo que expía por cuenta de la responsabilidad de todos o la presión de la mala conciencia que se hace cargo de la cruz? Ante eso, ¿qué importa si alguno de los cristos se embrolla con el orden de las siete palabras? Basta con un manejo hábil de las circunstancias como el de aquel cristo de teatro comercial que hace unos años, al olvidarse en escena de las siete palabras, las reunió en una sola: “Padre, en tus manos encomiendo tu texto”.

domingo, 12 de abril de 2009

La mística de las afueras

12 abril 2009


¿Cuáles son los límites de la sacralidad en medios de intensa privación? Ni los siglos de cristianismo y de racionalismo, de guadalupanismo o de religión concebida como instrumento del decoro y garantía de la propiedad privada, ni el avance de la sociedad laica, requisito de la modernización, han evitado la explosión demográfica marginal: a lo largo del siglo millones de mexicanos (y su número se multiplica) han confiado en espíritus y curanderos, en todas las formas del milenio y en el tránsito hacia el milenio. Allí están, aunque no se les acepte, entregados a convicciones insospechadas, adheridos a grupos que son familias ampliadas, llenas de fervores proselitistas, representados nutridamente en los ambientes rurales y de marginación urbana (aunque también en otras clases haya muchos adeptos). Allí están, desdeñados y persistentes, los espiritistas, los espiritualistas trinitarios marianos, los seguidores de iluminados y brujos.

En México y en América Latina se extiende el universo de mitos, rituales, centros sagrados, emociones carentes de frenos sociales, peregrinaciones anuales, prácticas especialísimas, relatos maravillosos, santorales al margen del santoral, personajes carismáticos. A esta nación del milenarismo y la religiosidad popular se le aísla o desdeña por “primitiva y supersticiosa”, regalándosele las prerrogativas de la “religiosidad-como-Dios-manda”. Y sin embargo, persiste.

La crítica y el desdén de la nación visible no eliminan costumbres y convicciones de la nación marginal. Al respecto, hay una explicación que no ha perdido vigencia pese a los esfuerzos de teólogos de la liberación, historiadores y sociólogos: la religiosidad popular es la incapacidad de asimilar plenamente (en toda su complejidad) el dogma, es la aprehensión del fenómeno de la creencia a través de ritos y símbolos, y de la experiencia de una fe memorizada y heredada. Y por ser al mismo tiempo tan profunda (lo único que se tiene) y tan externa (lo que decora las conciencias porque nunca hay oportunidad de otra cosa), esa fe está siempre en el límite del dogma mal aprendido y la superstición adoptada con entusiasmo.

Esta es la explicación, pero los partidarios de las otras devociones no se dan por enterados. Para quienes viven en el límite de la supervivencia (física o síquica), o para los desconfiados de las visiones del mundo que se les obligó a venerar, las doctrinas mesiánicas son muy convincentes: si el fin del mundo no se produce, por lo menos se vive en una atmósfera en la que lo sagrado tiene que ver con lo inminente. Y esto interviene en la abundancia de profetas en México que a diferencia de los estadounidenses no recurren ni piensan recurrir al apoyo tecnológico.

De los milenarismos desautorizados

El milenarismo, la fe en el estruendo del fin de los tiempos, la creencia que delega el sentido de la vida en un desenlace universal próximo, es en México una de las manifestaciones más extremas y difundidas de la cultura de la marginalidad y, subterráneamente, de toda la cultura. En un país católico, el punto de partida del milenarismo es por fuerza el Apocalipsis o Libro de Revelaciones, el texto más interpretado y menos asimilado de la historia de la cristiandad, con su conjunto de visiones espléndidas y terribles, y su llamado a la congregación de los escogidos que sobrevivirá a la gran hecatombe: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y el mismo Dios será su Dios con ellos... Y limpiará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y la muerte no será más; y no habrá más llanto ni clamor ni dolor: porque las primeras cosas son pasadas” (Apocalipsis 21:3-4).

La promesa del brillo eterno que-no-podrá-tardar-mucho conduce la Iglesia rutinariamente, y —con brío— los profetas que fundan sectas se ofrecen como instrumento de expiación y grandeza, incitan al frenesí y al éxtasis, instauran un discipulado (principalmente de mujeres) cuyo tono arrebatado crea microrreligiones sobre la marcha. El milenarismo y los profetas mesiánicos penetran en grandes capas de la población, a las que revelan un “sentido transformador” de su vida que la religión tradicional ya no les ofrece o nunca les infundió. Son vigorosos los vínculos entre la exaltación religiosa y la marginación social y, en ocasiones, entre la rebeldía política y la disidencia religiosa (un curandero mesiánico, el Niño Fidencio, declaró: “Que porque el hombre para llegar a Dios necesita sentir el hambre y la sed y estar bajo el sol, bajo el cielo, entre la tierra, entre la propia miseria y pobreza, entre el cansancio y el sudor de sus demás hermanos; que Dios no asiste a lugares lujosos ni perfumados; que Dios no se acerca con gente que por su vanidad y arrogancia son meticulosas con sus ropas y sus carnes”, en El Niño Fidencio de Manuel Terán Lira).

El milenarismo por así decirlo “ortodoxo” es el guadalupano, cuyo arranque estudia Jacques Lafaye en su libro sobre Quetzalcóatl y Guadalupe. Ante éste, se despliega un milenarismo heterodoxo, poco documentado en el mejor de los casos, engendrado en el sincretismo, hecho posible por la persuasión de iluminados, personalidades vigorosas surgidas de las clases populares. El contexto general es la ley no escrita: en sociedades donde la vida de las mayorías está sujeta a miseria y persecución, la gente busca consuelo de sufrimientos y frustraciones en su práctica religiosa, y a todas las manifestaciones de la cultura nativa —económicas, sociales, políticas o filosóficas— las impregna el pacto con las fuerzas extraterrenas.

En el virreinato, el descontento de los indígenas, ansiosos de rechazar a los intrusos apoderados de su tierra, genera cultos religiosos que, a su modo, expresan una disidencia. En el ocultamiento o en la semiclandestinidad, al apropiarse de lo que les interesa del catolicismo y ligarlo con sus antiguas creencias, resisten a la segregación racial y económica. Sus posibilidades son escasas, la Inquisición vigila y cualquier retorno al “paganismo” o mezcla de creencias es severamente castigado. Por la represión extrema, en México tardan en darse visiblemente los cultos que abundan en otros lugares, como las religiones nativistas de África, con su odio al hombre blanco, o los profetas armados brasileños. En México sólo excepcionalmente llaman a la liberación seres carismáticos de la índole de Antonio Conselheiro, perpetuado por Euclides de Cunha en Los Sertones, quien con intransigencia y fanatismo heroico afirma el lazo entre la historia y la cosmogonía.

domingo, 5 de abril de 2009

Echeverría, el inocente profesional

05 abril 2009


El 21 de marzo de 2009 el Consejo de la Judicatura Federal informa: “Los magistrados Rosa Guadalupe Malvina Carmona Roig, María Eugenia Estela Martínez Cardiel y Manuel Bárcena Villanueva, al resolver el recurso de revisión 132/2007 interpuesto por el agente del Ministerio Público de la Federación y el quejoso Luis Echeverría Álvarez contra la sentencia dictada por el tercer tribunal unitario en materia penal del primer circuito, confirmó la resolución impugnada en la que se consideró que la acción penal no había prescrito, que se acreditó el cuerpo del delito de genocidio, no así la probable responsabilidad de Luis Echeverría Álvarez en su comisión”.

Así que sí hubo genocidio pero nadie lo cometió, o fueron asesinos invisibles o fuerzas del mal que por carecer de papeles migratorios no se dieron a conocer.

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En 1968, Echeverría pronuncia palabras categóricas: “Las medidas extremas adoptadas se orientan a preservar la autonomía universitaria de los intereses mezquinos e ingenuos, muy ingenuos que pretenden desviar el camino ascendente de la Revolución Mexicana”.

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En tiempos de Vicente Fox, que algunos recuerdan, Luis Echeverría comparece el 2 de julio de 2002 ante Ignacio Carrillo Prieto, fiscal especial para los delitos del pasado, y escucha algunas precisiones: en 1968, el secretario de Gobernación, segundo poder civil de la República, concentra información, discierne un buen número de aconteceres políticos y está al pendiente de los mínimos detalles. Junto al secretario de la Defensa y el procurador general de la República es el responsable de la seguridad del Estado, y —testifican la tradición del autoritarismo y los millones de personas al tanto de los procedimientos del PRI— sólo el presidente de la República dispone de mayor poder de decisión.

Se le interroga: “¿Recibía información de parte de inteligencia militar? ¿Esto era diario? ¿El Estado vio amenazada la tranquilidad social con el mitin convocado por los estudiantes? ¿Cuál fue su postura como secretario de Gobernación con la forma en que interviene el Ejército y demás autoridades en los hechos del 2 de octubre? ¿Se la externó al presidente? En caso afirmativo ¿qué instrucciones le dio el presidente al respecto?”.

Las preguntas acechan: “¿Les informaron al momento lo que sucedía en la tarde del 2 octubre? ¿Quién lo informaba? ¿Qué órdenes recibió usted como secretario de Gobernación para la solución del movimiento estudiantil del presidente Díaz Ordaz?”. En 1998, al anticipar este cáliz, Echeverría balbucea: “¡La matanza de Tlatelolco fue un exceso!”. El término es inconsistente (ningún crimen colectivo es un “exceso”)… La Fiscalía Especial insiste:

—¿Quién ordenó (la matanza), el presidente Díaz Ordaz?

—El presidente es el comandante supremo. Así lo ordena la Constitución, así lo consigna la ley. Yo lo fui, pero hasta el 1 de diciembre. Pero la cosa no es tan simple. Se acumularon muchos problemas y se complicaron muchísimo. Y los problemas que economistas y políticos no pueden resolver se tornan en violencia...

—¿Fue entonces el jefe del Ejército el que ordenó disparar?

—Fue una dirección del Comando Supremo de las Fuerzas Armadas, el presidente de la República.

—¿Fue Díaz Ordaz entonces?

—Pues sí.

—Pero, ¿él ordenó disparar?

—No, él no ordenó disparar...

“Los comunistas le prendieron fuego a Tenochtitlán confundiéndola con Roma”

El sentido de las preguntas se opone frontalmente a la versión del ex presidente, expresada por su abogado defensor Ricardo Cuéllar Salas (nota de Jorge Ramos Pérez, EL UNIVERSAL, 5 de julio de 2002). El licenciado Cuéllar desdeña la acusación de genocidio (“No tiene ningún sustento”), localiza un complot (“El gobierno de Fox utiliza políticamente el asunto... Yo no creo que haya sido coincidencia que se haya citado a Luis Echeverría el 2 de julio”) y razona a partir de su educación en la guerra fría:

—¿Eso (el movimiento empeñado en hacer la revolución en México) puso en riesgo la estabilidad del país?

—Lo pusieron en riesgo con todo un programa para desestabilizar al gobierno. En ese tiempo hubo guerrilla, asaltos, secuestros. Y esto lo vemos muy claramente narrado en un informe presidencial de Díaz Ordaz el 1 de septiembre de 1968. El presidente hace un llamado al pueblo a responder por la imagen de México que está en tela de juicio. Había interés en que no se llevaran a cabo los Juegos. Lo que sucedió, quiénes fueron, ahí está la parte importante de quiénes encaminaron a México a toda esta situación. Esos grupos tienen una dosis de participación que hay que poner en tela de juicio.

Y por eso se oye aún más hueca la explicación echeverrista del 2 de octubre a través de su abogado:

—La responsabilidad constitucional del gobierno era hacer prevalecer las instituciones, y todo esto seguramente dio origen a que se tomaran decisiones de que participaran los grupos de orden y evitar que hubiese una situación adversa. Se lleva a cabo una manifestación el 2 de octubre y no creo, de ninguna manera, que haya habido una orden de que se llevara a cabo ese acto como sucedió al final.

El abogado es uno de los encargados de destruir la lógica del licenciado Echeverría: ¿así que la matanza fue un acto? Del mismo modo, la declaración de inocencia es un ritual.