lunes, 23 de febrero de 2009

Escenas de diciembre de 2012

Carlos Monsiváis

23 febrero 2009


El Zócalo, prácticamente vacío. La Plaza Mayor, sitio de tantos encuentros amorosos y de tantos resentimientos coaligados, se halla al borde de la extinción demográfica.

Nadie acude, nadie quiere dejarse ver. Ya tomó posesión el nuevo presidente, pero lo hizo en un Congreso con legisladores con máscaras, ujieres con máscara, fuerzas de seguridad enmascaradas. ¿Por qué? Porque, esta respuesta acude sola, nadie quiere comprometer su porvenir retratándose con el recién electo primer mandatario, de quien se dice por todos lados (iba a poner urbi et orbi, ¿pero quién entiende los latinajos a estas alturas del internet?) que muy probablemente pertenezca al cártel de Las Lomas-Reynosa. Así es, un Congreso sin rostro culpabilizable, un Zócalo colmado de los fantasmas de entusiasmos desvanecidos, un miedo a que los levantones sustituyan a las agonías… ¿Cómo empezó este drama o este carnaval de las sustituciones?

Explicación pertinente sobre el escenario de 2012

A Casandra nadie le creyó aunque decía puntualmente la verdad, y tal vez por eso nadie le hizo caso. ¿A quién le importa lo cierto si con decirlo no consigue boletos para un show de Madonna? Pero el 18 de febrero de 2009, en W-Radio, el secretario de Economía, Gerardo Ruiz Mateos, emitió declaraciones dirigidas a la quijada de la conciencia, allí donde se produce el nocaut espiritual. Dijo el funcionario y profeta: “La lógica del ataque del gobierno en materia del narcotráfico es porque el narcotráfico se había hecho un Estado dentro del Estado”.

Al oír tan pavorosa información todos nos quedamos estupefactos (palabra que nada tiene que ver con estupefacientes). ¿Había un Estado dentro del Estado? ¿Y habría otro Estado dentro del Estado que estaba en las entrañas del Estado? ¿Y así hasta la más angustiosa representación del matrioshka-Estado? ¿Dónde habíamos vivido? Y lo sustancial: ¿a quién le habíamos pagado nuestros impuestos, a quién le habíamos regalado nuestra admiración? ¿A los del Estado I, a los del Estado II, a los del Estado III?

* * *

Continuó el secretario: “Es un problema serio, tan serio que tuvimos que entrar, lo más fácil era, como dice mucha gente, dejarlo en el estatus en el que está y sí se puede asegurar que el presidente de la República sería un narcotraficante”. ¡Dioses del Olimpo anterior a los elíxires! Así que de no ocurrir este ataque del gobierno, tan exitoso en materia de estadísticas funerarias, dentro de tres años nos amaneceríamos con la delincuencia organizada en el lugar de la virtud desarregladita. ¡Oh, emblemas del cine gore!

Y, sin embargo, muy pocos le hicieron caso a don Gerardo Ruiz Mateos, el mismo vaticinador que aseguró: “México es el centro del mundo”. Ni nadie ni alguno salieron a la calle a combatir cuerpo a cuerpo con bala y bala (un AK-47 no detiene el valor, pero sí inmoviliza a los valientes), y esa ausencia lo determinó todo. Ya lo expresó con su barroquismo sintáctico el presidente saliente, don Felipe Calderón —el 15 de febrero de 2009, y en Acapulco—: “Habría que preguntarse cómo es posible que hayamos como pueblo sido capaces de tolerar que semejante barbarie (la de la delincuencia) penetrara en la sociedad mexicana, que se asentara en nuestras calles, que penetrara en nuestras autoridades”.

En efecto, ¿cómo fue posible que eso sucediera? Pero tan sucedió que hoy, 1 de diciembre de 2012, el erial que fue la primavera de nuestra democracia, el mismísimo Zócalo, es la expresión del desastre: lloremos como adictos a la fuerza lo que no supimos defender negándonos a las aspiraciones del mal.

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Todavía no acabamos de entender lo acontecido. Sin embargo, el gran creador de crucigramas y sociólogo Adalberto Puzzle en su conferencia clandestina, “¿Cómo fue posible?”, explica con sencillez la catástrofe. Ocurre, dijo Puzzle, que fue creciendo la confusión mental al ubicar a los dos estados cada uno dentro de otro. Ante las matanzas diarias, nos preguntábamos: “Estos muertos, ¿a qué Estado pertenecen? ¿Al que venía de tiempo atrás o al que empezó más tarde?”. Y no se adjudicaba con certeza la titularidad de los cadáveres ni se reconocían los sellos de las actas funerarias. Sí, el muerto al foso, ¿pero a qué Estado se le paga la tributación de los panteones?... Y todo se volvió más turbio cuando se supo del Estado III y del Estado IV.

Ni modo, una nación no puede permanecer dividida, como dijo Lincoln citando a Bush, y el proceso electoral comenzó a cimbrarse. Es o era natural: ¿a cuál de los dos o cuatro estados pertenecían los candidatos? ¿Por qué tardaba el IFE en colocarles el tatuaje de la identidad legal y legítima? ¿A quiénes creerle si decían lo mismo? En las calles, los espectáculos, y el dolor de la duda no dudaba en calcinarlos.

Y luego vinieron las denuncias, los documentos comprometedores, los videos y las grabaciones. De pronto, todos dejaron de hablar por teléfono porque no sabían si les estaban grabando o, lo peor, si no les estaban grabando. Crisis en las compañías de teléfonos. Incluso los niños hablaban en clave por si sus abuelos los tenían intervenidos. Y las campañas se volvieron festivales de las revelaciones terribles, los involucrados se negaban a negarlo y los inocentes se hacían los involucrados para no sentirse menos. Pronto, lo recordarán ustedes, las campañas se volvieron las kermeses de las revelaciones delincuenciales. Que había candidatos honrados, desde luego; que no suscitaban adhesiones, también. Si ya el propio Presidente se había referido a la penetración del hampa en la sociedad y el gobierno. ¿Cómo creerle a un candidato y estar seguros de su integridad o de su falta de integridad? La duda, la lava de la geología del mal.

El sicoanálisis volvió a ponerse de moda. “Doctor, ¿cómo hago para saber si soy honrado o pertenezco al cártel de los espectaculares?”. Así llegamos a las elecciones, desahuciados de nosotros mismos y sin atrevernos al abstencionismo. Y ganó quien ustedes ya saben, y perdió quien ustedes ya recuerdan, y es probable que ambos, y los demás candidatos, no tuvieron que ver con algo, pero ya es demasiado tarde para devolverle la inocencia al país y a aquellos de sus políticos que se enfrentaron a la duda. ¿Por qué no le hicimos caso al secretario de Economía?

domingo, 15 de febrero de 2009

“Me fueron a vender un santo”

Carlos Monsiváis

15 febrero 2009


Me fueron a vender un santo,
sin marco, sin cristal y sin vidriera.
Me fueron a vender un santo,
sin marco, sin cristal y sin vidriera.
La gente preguntaba qué santo era,
y era el santo más chingón de la galera.
Canción presidiaria de la década de 1920.
Recopilación: Juan de la Cabada

De las tristezas que se han abatido sobre la Patria Blindada contra la Adversidad, la más dolorosa a juicio de los verdaderos creyentes es la desaparición en los altares de la gran sombra protectora: el padre Marcial Maciel, el proyecto de santo más poderoso que se veía en América Latina desde la coalición de Felipe de Jesús-Martín de Porres-Rosa de Lima.

En las parroquias, en los atrios, a la hora de esperar la vocación del rezo, en las penumbras donde se anidan los rosarios, hoy se murmura, mientras la pena se transfigura: “¡Ya no será santo, rondará en nuestros corazones, eso sin duda, pero el hueco en los altares resplandecerá como herida de la condición humana!”.

Lo de menos es el desencanto generalizado entre la feligresía, lo de menos es la acusación muy difundida de que al Ya No Santo le inventaron una hija para cubrir sus otras aficiones; lo primordial es la melancolía que va de un extremo al otro de las plegarias: “¡Se nos cebó el santo! ¡Y cuando más falta nos hacía, con esta crisis que exige la nueva forma del milagro: el empleo!”. Como se dice vulgarmente, se nos fue el santo al suelo, allí donde nadie lo buscará.

* * *

La santidad, hoy, es un término secularizado en lo fundamental. Los procesos de beatificación y canonización, que incluso se han acrecentado, son cada vez más premios de consolación para quienes no vivieron o transvivieron la época en que ser santo o santa sí que importaba; ahora es apenas una seña de identidad de cofradías y beatas, el recuerdo de un gran premio de un “egresado de esta institución”.

Tradicionalmente, al santo lo guiaba la renuncia no sólo a los placeres de este mundo sino al sentido mismo de lo terrenal. Los santos eran iluminados de Dios, en el sentido estricto, que convertían sus vidas en enormes metáforas visuales y en rumores a modo de chismes de la milagrería.

Emblemas de la voluntad de Lo Alto, los de la santidad se entregaban con desmesura al sacrificio porque a su sicología (entonces alma o espíritu) la ordenaba un propósito superior. Y, algo básico, los Elegidos carecían de conciencia de sí. Muy pocos de entre los santos hubiesen suscrito las palabras de San Efrén el Sirio: “Todo el que se imaginó haber visto a Dios se vio a sí mismo y sus imaginaciones”.

Muy pocos, también, hubiesen hecho suyo el soneto atribuido a fray Miguel de Guevara:

No me mueve mi Dios para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Muéveme tú, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido.
Muéveme el ver tu cuerpo tan herido,
muéveme tus angustias y tu muerte.

* * *

Prescindir de la cercanía de recompensas y castigos no ha sido lo propio de santos y santas. Y tampoco propician las investigaciones en torno a los motivos del comportamiento. En este terreno, desde el siglo XX, la noción del inconsciente, por sí sola, derrumba las fortalezas de la confianza antigua.

Lo que se creía impulsado por el amor a Dios es ya, de acuerdo a los criterios freudianos y posfreudianos, un caso límite, al alcance de la siquiatría, el sicoanálisis, la sicosociología y la sicología experimental. En un ensayo precursor, Las variedades de la experiencia religiosa, escrito en 1901-1902 (1903), William James da su versión:

“El nombre común para los frutos maduros de la religión en el carácter es el de santidad, el carácter santo es aquel para el cual las emociones espirituales son el centro habitual de la energía personal y existe una panorámica compuesta por la santidad universal, la misma para todas las religiones, de la cual podemos trazar fácilmente las características”.

Son éstas, a saber:

1. La sensación de vivir una vida más abierta que la de los pequeños intereses de este mundo, y la convicción, no sólo intelectual sino sensible, de la existencia de un Poder Ideal. En la santidad cristiana este poder está siempre personificado por Dios, pero los ideales morales abstractos, las utopías cívicas o patrióticas, o las versiones íntimas de la felicidad y el bien también pueden sentirse como verdaderos dueños y estímulos de nuestra vida (la realidad de lo no visible).

2. La sensación de la continuidad amistosa del Poder Ideal con la vida del Elegido, y una rendición voluntaria a su control.

3. Una libertad y una alegría inmensa son los perfiles de una individualidad ajena al egoísmo.

La definición/descripción de James es, por fuerza, paradigmática, y no toma en cuenta la profusa mitología de los santos ni los procesos de intolerancia que producen, y con energía, santos oficiales.

¿Qué tienen que ver con lo anterior figuras como Santo Domingo de Guzmán, que se propuso extirpar físicamente el pecado, o como San Eligio, que rechaza la seducción del diablo vestido de mujer y lo manda literalmente a volar, o como San Carlos Borromeo que es cura a los nueve de edad y obispo a los 22, o como Santa Isabel de Hungría, que reprendida por darle la comida de la casa a los enfermos, la convierte en rosas? Más bien, James se refiere al santo como emblematización de la utopía más lograda del cristianismo, el Sermón del Monte, algo no relevante en el mapa hagiográfico de mártires y religiosos inflexibles.

No quisiera cuantificar lo que hemos perdido con este prófugo de los altares, San Marcial Maciel. Seres magníficos quedan y muchísimos a la disposición de las preces, ¿pero cuántos de ellos nacieron en Cotija, Michoacán?

domingo, 8 de febrero de 2009

Indígenas: las herencias de la desigualdad

Carlos Monsiváis
Indígenas: las herencias de la desigualdad


08 febrero 2009


Si algo se transparenta desde 1994 son las evidencias del racismo en México. Ser indio —pertenecer a comunidades a las que así se identifica por prácticas endogámicas, idioma muy minoritario y costumbres “premodernas”— es participar de la perpetua desventaja, de la segregación que “promueve” el aspecto.

Los que niegan el racismo suelen alegar, o solían alegar, el ascenso social de personas con rasgos indígenas muy acusados, pero ninguno de estos indios-a-simple-vista es hoy secretario de Estado, gobernador, político destacado, empresario de primera o simplemente celebridad. (Una excepción, y qué excepción: Mario Marín, el góber precioso que ya con eso “blanqueó” su apariencia.) Esto, para ya no hablar de las indígenas. En su novela Invisible Man, Ralph Ellison describe cómo el prejuicio sobre el color de la piel borra lo singular de las personas, las despoja de su imagen, las deshumaniza. Lo que vuelve indistinguible a un negro de otro negro es el desprecio que la sociedad racista les profesa. Algo semejante sucede desde la Conquista con los indios de México.

¿Por qué no? Ya se sabe: son primitivos, desconocen la maravilla de los libros (al igual que la mayoría de los racistas), son paganos aunque finjan de la catolicidad sin mezclas y se les considera eternos menores de edad, como lo ratifican las instituciones (apenas en 2003 se cancela el Instituto Nacional Indigenista, INI, “tutor” de millones de personas). De acuerdo a este criterio, no se les margina: han nacido fuera y su actitud pasiva sólo confirma su lejanía.
Pertenecer a “la raza vencida” le niega a los indígenas “la posibilidad de desarrollo”. Otras limitaciones: la lengua “extraña” que sólo una minoría comparte, la inermidad educativa, el arrinconamiento en zonas de la depredación ecológica, el alcoholismo, el caciquismo, las inevitables riñas internas, el caciquismo indígena, el aislamiento cultural profundo. Si el sometimiento de los indígenas viene de la Conquista, no obstante las rebeliones esporádicas y sus aplastamientos, el régimen del PRI sacraliza la fatalidad. En 1948, Alfonso Caso, fundador del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y del INI, define con ligereza tautológica el sujeto de sus encomiendas:

“Es indio todo individuo que se siente pertenecer a una comunidad indígena, (...) aquella en que predominan elementos somáticos no europeos, que habla preferentemente una lengua indígena, que posee en su cultura material y espiritual elementos indígenas en fuerte proporción y que, por último, tiene un sentido social de comunidad aislada dentro de las otras que la rodean, que la hace distinguirse asimismo de los pueblos de blancos y mestizos”.

Indio es el que vive en el mundo indígena, así de preciso es don Alfonso Caso. El mestizo tiene en proporción definida “elementos somáticos europeos”, lo que, de acuerdo a esta argumentación, en algo lo redime. “Todavía se les nota lo indio, pero ya hablan un español reconocible”. En este universo a la miseria económica la complementa la degradación moral, o como se llame a la incesante bruma de borracheras, violencia y tratamiento brutal a las mujeres en ámbitos cercanos al apartheid. La opresión margina, así los ladinos la califiquen de muy voluntaria y emitan su dictamen: “Los indios están así porque quieren”.
Versiones nacionales de lo indígena

La primera versión impuesta de lo indígena es la de la Conquista, que informa con abundancia de la facilidad de la victoria hispánica, esto es, de atraso, barbarie, paganismo. Y tres siglos pasan entre alabanzas marginales a ciudades y obras de arte de los indígenas, y entre condenas de su desconocimiento de Dios. La impresión primera se vuelve estrategia de sojuzgamiento. Si son indios, o descendientes de indios, nunca serán dignos de confianza.

Ya en los albores de la Independencia Fray Servando Teresa de Mier protesta contra esta idea trituradora “porque no puede sufrir que los españoles nos llamen, como suelen hacerlo, cristianos nuevos, hechos a punta de lanza, y que no hemos merecido de Jesucristo una ojeada de misericordia, sino después de 16 siglos entre la esclavitud, el pillaje, la desolación y la sangre”. Y el primero en intentar otra visión del indígena luego de la Independencia es Francisco Pimentel (1823-1893) en su Memoria sobre las causas que han originado la situación actual de la raza indígena de México y medios para remediarla (1864).

Pimentel, como examinan Luis Villoro y Manuel M. Marzal, anticipa el gran lugar común del indigenismo. Al cabo de medio siglo de independencia, “hay dos pueblos diferentes en el mismo terreno; pero lo que es peor, dos pueblos hasta cierto punto enemigos”. Item más: los indígenas están degradados y segregados en lo social y lo religioso, ya que, a causa de sus creencias, “no tienen de católicos más que ciertas formas externas”. Se les discrimina y se les desprecia. ¿A qué conduce esto? A que “mientras los naturales guarden el estado que tienen, México no puede aspirar al rango de nación propiamente dicha”, al ser una nación “una reunión de hombres que profesan creencias comunes, que están dominados por una misma idea y que tienden a un mismo fin”.

Al diagnóstico, sucede en Pimentel el remedio abrupto que llega hasta el día de hoy. Si el mestizo es capaz, agudo y de fácil comprensión, el tónico lo bastante activo para elevar al indio a la vida civilizada es la renuncia a su condición cultural, su conversión al mestizaje. “Debe procurarse… que los indios olviden sus costumbres y hasta su idioma mismo, si fuera posible. Sólo de ese modo perderán sus preocupaciones y formarán con los blancos una masa homogénea, una nación verdadera”. ¿La técnica para lograrlo? Instrucción católica, supresión del sistema que aísla a las comunidades, adquisición por los indios (a precios bajos) de la tierra excelente de las grandes haciendas y escolarización. Además, como recapitula Marzal, debe favorecerse la transformación biológica del indio en una raza mixta, fomentando para ello la inmigración europea. Francisco Pimentel plantea lo que será el programa de los liberales de avanzada y de los revolucionarios. A la mayoría de los liberales lo indígena se les presenta como peso muerto.