lunes, 28 de septiembre de 2009

"¡Papá, soy la ponencia que no has querido leer!"

Por: CARLOS MONSIVÁIS
Me llamo Amparo Solís Click y soy hija de madre pospuesta. Entiéndanme: no de madre soltera ni de madre abandonada en el altar, nada tan melodramático, sino simplemente de madre pospuesta, la que ocupa un sitio lejano en las preocupaciones del progenitor. Esto no quiere decir que nuestros padres no se hayan amado; sí lo han hecho, y no han tenido graves enfrentamientos. No, esta no es una queja, déjenme aclarar.
Siempre he creído que una persona crece educada por sus padres o por la madre, y también por la tutela de algunas fotos, no las digitales de ahora, meras impresiones fabricadas para el desvanecimiento, sino bajo la de las fotos como se debe, muy bien impresas, bien enmarcadas, atentas a fomentar la impresión de la personalidad de los retratados, eternamente dignos. Para mi mala fortuna, yo no he tenido fotos que cumplan el papel de tutores y he debido conformarme con la vaga orientación de las instantáneas, siempre ajenas a la consejería espiritual.

Vuelvo a mi experiencia. Mi padre, y este es el trauma de mi vida, no tuvo tiempo para mí. Demasiadas veces, mi madre me ha contado la separación. Todo comenzó cuando yo tenía uno o dos años de edad y al coautor de mis días lo invitaron a sustentar una ponencia en un Encuentro de Buena Voluntad Académica. Por compromiso él aceptó, redactó las páginas necesarias sobre un tema, "Neoliberalismo y destino humano, dos fuerzas complementarias, dos oposiciones salvajes", y las leyó ante el asombro creciente de los asistentes. El resultado: ovación de pie y felicitaciones interminables.

En mis indagaciones, he hablado con el mejor amigo de mi padre en aquella época, hoy investigador consagrado. Al preguntarle sobre el éxito inaudito de mi progenitor, me miró con suavidad paternal y me dijo: "Eres una mujer de gran madurez, por eso te seré franco, como académico, en ensayos o tratados o simples artículos: tu padre era más bien un segundón. Como ponente, y más estrictamente como autor y lector de esa que fue su primera ponencia y que yo he escuchado varias veces, siempre con la misma emoción, era notable. Con él, y no creo exagerada la afirmación, nace la categoría de ponente en su dimensión autónoma y muy creativa. No me acuerdo bien ni del tema ni de las tesis que sustentaba, pero no olvido el énfasis vibrante, la sonoridad de los conceptos, la vibración con que entonaba algunas frases, la técnica que le permitía alcanzar el sueño de los ponentes, que los asistentes se sientan parte del texto leído, es decir, parte de la solución de un problema recién descubierto".

Sigo con mi investigación de hija asombrada. De allí en adelante, el éxito llevó a mi padre de un coloquio a otro, de un simposio al siguiente, de un congreso a los sucesivos. Se integró a esa especie avasalladora, el congresista profesional. De manera que a mi madre le parecía muy curiosa, al final le pedían que leyera la antigua ponencia que, otra vez, provocaba el mismo arrebato. Esto, me aclaró María de los Ángeles Veraza, académica distinguida, no es tan extraño como parece, porque en rigor a la mayoría de los ponentes eméritos les pasa lo mismo (aclaro que la categoría de ponentes eméritos se instauró hace apenas dos años que mi padre fue el primer homenajeado.) Hubo un ponente, del folclor internacional, que leyó un día su paper sobre "México en la conciencia", y de allí se siguió repitiendo exactamente tesis y palabras con mínimas variantes en el título: "Conciencia, la de México", "Sin conciencia no hay México", "La inconsciencia no puede ser mexicana", y así durante 40 años, hasta que murió mientras leía un texto insólito: "México, conciencia, conciencia, México". Lo que también, me aclaró María de los Ángeles, no es insólito. Un número elevado de académicos actúa de modo similar, y nunca publican sus ponencias viajeras por temor de que algún intrépido las lea y eso aminore el efecto de sus intervenciones. Se ha dado el caso inaudito de un académico con tres décadas a horcajadas de su ponencia, que enloqueció y se presentó al Registro Civil para la adopción formal de sus páginas. Gritaba: "¡Esta ponencia no es como mi hija! ¡Es mi hija!". Y la siguió leyendo en su cubículo acolchado en el sanatorio siquiátrico. Tengo una sola foto con mi padre, él y yo y mamá, los tres. Mi personita en la cuna y ellos contemplándome amorosamente. Así nomás. Fue el día en que salió de casa para ir a un Congreso de Semiótica Facilona. Desde entonces ha vivido en los aeropuertos, y el regreso al hogar se le ha dificultado por la irrefrenable explosión de encuentros internacionales. Y mi padre asiste a todo, aferrado a la consigna: no hay que perderse reunión porque, ya se sabe, quien falte a una perderá el ritmo ponencial.

No digo que en todo este tiempo no haya vuelto a casa, pero no me ha tocado verlo porque son visitas fugaces y o no estoy o duermo o mi mamá me ahuyenta antes para no compartirlo. Y todo ha sido leer sus postales o luego sus e-mails desde Singapur o Dakar o San Pedro Sula, o donde se realice el congreso. Una vez mi padre invitó a mi madre a juntarse con él en un simposio sobre Vocablos Prohibidos por Desconocidos, porque tendría dos días libres antes de un congreso muy importante. Se vieron, se abrazaron, se fueron al cuarto, y ella estuvo dos días intensos transcribiendo la ponencia que seis lustros antes había capturado por vez primera.

La curiosidad me subyugó, debería conocerlo. Y me consagré a su persecución. El primer año nada conseguí. O me equivocaba de sala en el encuentro, y, quién lo duda, si uno se equivoca de panel ya nunca lo hallará, o lo confundía con alguien muy parecido, lo abrazaba y besaba ante su desconcierto, o entraba a la reunión, me quedaba dormida de inmediato y al despertar estaba sola. Me desesperé: "Es inútil". Me di una última oportunidad. En Internet vi que mi padre sería el orador principal de un simposio sobre "Amazonas extinguidas dentro de las especies", que tendría lugar en Sydney. Como pude, y no me pidan que describa los métodos, conseguí el dinero y me fui. Con sobornos y amenazas obtuve sitio en la sala donde un admirador más hubiese causado una explosión nuclear. Al anunciar la nube de ovaciones al ponente más famoso del mundo, el éxtasis me llevó al desmayo. Nadie me hizo caso. Es un dogma: en una conferencia en verdad magistral sólo hay un protagonista. Al volver en mí, ya era tarde. Mi padre se había ido a otro simposio en Piedras Negras y percibí con dolor la maldición: nadie, nunca, llega a conocer o tratar a un ponente de prestigio internacional, que sólo tiene tiempo para escribir o revisar ponencias en los aviones y duerme mientras las lee en los congresos.

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